martes, 18 de marzo de 2014

En las colinas.

Y bien, después de un largo tiempo de abandono, retomamos el blog con mi vida en vías de remodelación. Tras salir del infierno en el que me hallaba sumido (acarreando numerosos problemas y reyertas innecesarias provocadas por personas cuya mente no da para entender lo que ven más allá de dos palmos de sus narices) y tras 5 meses, al fin soy libre y me encuentro como nuevo. Dedicándome a tragarme las asignaturas cuyos exámenes finales llegan a su fin, disfrutando con mi grupo de tardes inolvidables de Rock and Roll, pasando todo el tiempo que necesito con mis amigos y (no se si para mi gracia o mi desgracia) ¿por qué no?, volviendo a enamorarme.

Precisamente ahora, después de haber acabado mi relación más larga y batir mi anterior récord (2 meses), resulta que se bate otro récord y este no es personal. Nunca antes una persona tan especial se había cruzado en mi camino. A mis 15 años, he aprendido lo que me hace sentir bien, lo que me provoca la felicidad... Sé reconocer a las personas a las que debo acercarme y a las que no. Y resulta que en mitad de mi última misión por Joaquina Eguaras se vuelve a cruzar en mi camino una persona que antes lo hizo, cuando el Monstruo se estaba formando. Y aunque aquella vez el Monstruito pasó de largo, esta vez se ha parado en el camino:

El Monstruo había ascendido una alta montaña, que por fin comenzaba a descender. Y, descansando en la ladera, encontró una enorme Cueva. Una Cueva cuyo aroma le encendía los sentidos y le hechizaba. Una Cueva fría en verano y cálida en invierno, de esas que te acogen y te hacen sentirte en el mejor de los palacios. Una Cueva con ojos, con nariz y boca. La luna alumbraba directamente su hendidura y hacía místico el paisaje. El Monstruo quedó completamente cautivado. Descendía rápidamente, queriendo alcanzarla. Nada le importaba el cansancio de sus piernas tras la enorme cuesta ya pasada, caminaba como drogado hacia ella. Pero el Monstruo intentó controlarse, ser racional. Y quiso caminar despacio para reponer fuerzas, quiso descansar y disfrutar el placentero descenso que le dirigía a la hendidura. Gozaba del camino, pensando en lo feliz que allí sería. Y, así, el Monstruo llegaría completamente repuesto hacia aquel eclipsado paraje que ansiaba conocer.

Cada noche, el Monstruo le gruñe a la Cueva. Entonces, una ráfaga de viento atraviesa su hendidura y acaricia suavemente la horrible cara del Monstruo. Así intercambian una peculiar conversación que no hace al Monstruo más que sonreír. 


Y a pesar de mirarla con mis ojos sé que, en la noche, modela una sonrisa sobre las sombras que la luna proyecta sobre ella.

Adelante, Monstruo.